El mensaje de bien y los enemigos de Jesús, de la Iglesia y del creyente

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Invectivas evangélicas:
Mat 6.19-24: No amontonéis tesoros en la tierra... nadie puede servir a dos señores..."
10.16: "...os envío como ovejas en medio de lobos..."
11.20: "...se puso a maldecir a las ciudades... Corzín, Betsaida..."
12.34-39: "¡Raza de víboras...!
16.25-26: "Quien quiera salvar su vida la perderá..."
22.13: "Atadle de pies y manos..."
23.13-37: "Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas..." "Serpientes, raza de víboras".
Mc. 10.23: "Qué difícil es que un rico..."
11.17: "Vosotros la tenéis hecha una cueva de bandidos".
Lc.1.52: "Derribó a los potentados de sus tronos..."
6.24 y ss: "Ay de vosotros los ricos..."
16.13: "Oían esto los fariseos que eran amigos del dinero..."
18.18: "El joven rico".
19.45: "...comenzó a echar fuera a los que vendían..."


Si ponemos estas citas en parangón con el precepto del amor
"Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan"...
(Mat 5,44)

Uno no sabe con qué carta quedarse ni a qué preceptos hacer caso.


Ha sido la Iglesia la que ha tenido bien clara la deriva:
--amor al hermano lejano, impersonal, desconocido, etéreo, genérico... y
--muerte al hereje, al apóstata, al renegado, al desertor.

El mismo Fundador dio ejemplo de ello: no hay siquiera un testimonio de perdón y amor por parte de Jesucristo hacia el fariseo o el rico en los evangelios, lo cual resulta tremendamente paradójico. ¿No eran éstos los verdaderos enemigos de Jesús? ¿Por qué?

Porque siempre el enemigo peor es el que se tiene dentro de la propia familia, el que conoce los secretos, el que puede hacer públicas las miserias interiores: en realidad éste es el primer y principal enemigo a destruir. No hay cuña peor que la de la propia madera.

Proclama la Iglesia, pero no practica, bendecir a los que maldicen, ofrecer la otra mejilla, dar manto y túnica, dar al que pide sin reclamar lo propio, no juzgar, no condenar, absolver a todos; que no busca la reparación del daño, el castigo del crimen, el resarcimiento por la propiedad usurpada ni siquiera la defensa propia... (Lucas, 6).

Más parece ésta una ética propia de un mundo donde no hay delitos y que, por lo tanto, hace innecesarias tales prácticas, que del mundo real en que vivimos.

Aducen que éste es el ideal. Pero ¿qué ideal es aquél que jamás se ha llevado a la práctica y que más induciría a la impunidad que al buen orden social? He aquí la sublimación más acendrada del concepto de fariseísmo.

Porque, en el fondo, ¿hay alguna sustancia en las palabras o en los símbolos que se ofrecen a la consideración de fiel que vive en la amargura? Éstas son las consideraciones de la teología católica:

En contraste con el Jesús judío, el Jesús de los cristianos es una figura “amable”, la encarnación del misterio de Dios actuando en lo humano; Jesús oculto y presente, sobre todo, en el aislamiento, el absurdo, el sufrimiento, la muerte.

Jesús no sólo es modelo de “pascua”, por haber sufrido, muerto y resucitado, sino acompañante, y más que acompañante, persona en cualquier persona que sufre el “paso” estrecho de la vida.

Por su vida, su abandono en el Padre, su muerte y, sobre todo, su victoria sobre la muerte ha “recapitulado” en sí la condición humana. El hombre que cae encuentra en él el modelo, la fuerza y el apoyo para “resurgir”.

Dios se hace hombre en él para que el hombre pueda acceder a Dios. Ésta es la esencia del cristianismo, lo que a diario “viven”, meditan, comulgan y enseñan millones de personas.

Palabras enternecedoras, hermosas, cautivantes, misterio de una trabazón lógica sencilla y atractiva.

¡Pero SÓLO palabras!. No hay sustancia detrás.

--¿Y cuál es tu respuesta, humanista del tres al cuarto?, dirá el crédulo histerizado por hacerle ver que su pretendido cimiento es arena.

--Bien simple y breve: asumir y soportar la dura realidad de la vida, de los sinsabores, de las desgracias... para alcanzar su superación, lo cual pasa por la capacidad que tenga uno mismo para aceptar todo eso y saber convivir con el dolor, con la desgracia y con la muerte (de ahí la necesaria educación desde pequeño en la "realidad de la vida" y en la tolerancia al fracaso); por dejar que pase el tiempo; por racionalizar la angustia; por recabar y recibir ayuda de los demás: profesionales del consuelo, familiares, amigos...

Para aceptar la realidad no se necesitan muchos discursos; en cambio para consolidar una creencia ni con miríadas de comentarios a evangelios, cartas, santos padres... llegan a convencer(se) de su verdad.

Fuente: Periodista Digital.com

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