Acerca De La Conversacion

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Es deprimente comprobar cómo el pragmatismo pisotea despiadadamente los últimos vestigios del antiquísimo y sutil arte de la buena conversación. Da grima confrontar esa cruel realidad que evidencia que aquellos seres privilegiados que hacían de su parla un brillante y delicioso oficio existencial, sean hoy poco menos que seres en extinción presa de los obtusos dardos del modernismo.

Y, ¿qué es lo que ocurre?. Simplemente que las personas en su afán obsesivo de producir, con ese desmesurado sentido práctico que sólo persigue los fines útiles de las cosas, han desplazado al cuarto de San Alejo de sus preferencias ese ritual que antes enriquecía los espíritus y fortalecía los brazos de la relación social.


Varios factores explican dicho estado de cosas.
En primer término, es un problema de disponibilidad de tiempo, dadas las actuales condiciones de jornadas laborales, horas extras, tiempo que se gasta en transporte, multiplicidad de oficios, estudios simultáneos, etc.; todos sabemos que sostener un "nivel socialmente aceptable" de vida requiere un esfuerzo magno que acapara la mayor parte de las horas, consume las energías y disminuye la vocación y la voluntad para cualquier tipo de producción intelectual, emocional, artística o afectiva.

Paralelo a lo anterior, pero no necesariamente al margen de él, está esa tensión permanente, ese estrés cotidiano que hace que nuestro equilibrio esté en un permanente devaneo, lo que atenta contra cualquier pretensión de estabilidad interna. ¡Y a quien se le ocurre pensar que en tal estado de caos mental se puede intentar ser cultor del arte de conversar desprevenida y animadamente! Además, somos permanentes depositarios de angustia no canalizada ya que, aunque no lo reconozcamos, la maratón económico-social en que nos debatimos nos convierte lenta e inexorablemente en retenedores de fatiga, impiedad y resentimiento. Cualquier posibilidad de afabilidad y espontaneidad está, por lo tanto, viciada.

Por otro lado, la desmotivación que genera el calificar ese ocio constructivo y exultante, de pérdida de tiempo, de gasto inoficioso o de juego fútil e insustancial, hace que no se le preste la debida y necesaria atención, y que no se invierta en su causa la más mínima porción del tiempo cotidiano.

Recordemos simultáneamente, ciertos estereotipos que crea la sociedad de consumo y que obligan a gastar el tiempo libre en otras actividades menos enriquecedoras del espíritu (si se me permite el término) y no por ello menos respetables, aunque no se comparta la esencia y la forma de algunas de ellas. Ejemplo que ilustra este tópico es el manejo de la televisión como medio de comunicación (léase información, esparcimiento dirigido, alienación, etc.), la introducción masiva de los juegos de video, la informática, los grandes y prefabricados espectáculos deportivos, el cine como vía de evasión (desprendido de su faceta de creador de tesis, aspecto éste que no llega a la gran masa), el consumo etílico desaforado, la drogadicción, etc.

Es de destacar que en varias de dichas actividades el hombre es sólo un ser pasivo en su relación con el medio. No se le impone ningún aporte creativo por parte suya. En otros, la conversación es apenas un vehículo, que no un fin, por lo demás técnico, impuesto o superficial, nunca entendido en su cabal dimensión.

La aversión por la cultura y el conocimiento (no propiamente a ellos, sino al esfuerzo que impone el tratar de embeberse en ellas), la pereza mental, el desdén social, lo estrecho de las mentalidades tecnócratas, la tendencia a lo individual, la hipocresía citadina son, entre otros, algunos de los factores que contribuyen a la pérdida de la afición por la conversación en el hombre del mundo moderno.

Se ha perdido el gusto de la conversación por ella misma. Sólo se usa como pretexto para otros fines diferentes, previamente determinados y de antemano establecidos. Insistimos, nunca como fin. Hoy casi que se limita a personas económicamente no productivas o solventes, o independientes en su relación con el proceso de creación de riqueza, como jubilados, bohemios, intelectuales, presos, ancianos y otros que, a despecho de su condición social, económica, política, cultural o intelectual, la rescatan en toda su magnitud y la valoran en su intrínseca naturaleza.

La conversación (no el lenguaje verbal) no debería ser patrimonio exclusivo de un sector específico de la población. No presupone requisitos intelectuales, menos aún culturales. Una mente no cultivada académicamente puede tener una rica capacidad de anécdota que explote temas vivenciales propios o ajenos en una forma llena de matices agradables y enriquecedores, y, por qué no, reflexivos y autocríticos. Un tema de condición simple puede ser remozado por un parlanchín carismático que complemente con su simpatía y su gracia lo que le falta en profundidad.

Un avezado contertulio puede hacer de ciertos detalles cotidianos de su existencia (romances, viajes, deportes, cultura, ciencia, chistes, hechos grotescos, quehacer diario, política, etc.), todo un acontecer de la expresión oral con solo ponerle un poco de espíritu a su retahíla.

Evidentemente, un aporte cultural bien entendido refuerza notablemente el arte de conversar. (Señalamos aquí la existencia de aquellos especímenes seudo-culturizados, oscuros artífices del engaño y la banalidad, que pretendiendo ostentar públicamente el estigma de la trascendentalidad, no pasan de ser lo que un filósofo popular calificó de "eruditos de titulares, pontífices del snob y el descreste") No implica lo anterior que sea inherente al culto o al sabio el poder cautivar con la labia. ¿ Cuántos hay que pese a su bagaje se hacen insoportables por su naturaleza tendenciosa, prepotente, inconexa, incoherente o profundamente técnica?.

Y no es únicamente buen conversador aquel que domina a sus interlocutores con la magia de su prosa fácil, fluida, dócil, enigmática o picaresca; no únicamente aquel que obliga a que le escuchemos absorbidos por su gracia o la forma brillante como trata el tema. Lo es también aquel parco individuo que respetando la secuencia y el esquema de su compañero de charla le lanza la pregunta inteligente y precisa en el momento adecuado, lo cual redunda en una renovación de bríos y motivación por parte de aquél y en una confirmación de su interés por parte de éste.

Es, como se intuye, un magnífico escucha, lo que nos permite aproximarnos a otra de las características del buen conversador: su capacidad de escuchar, atender y respetar el discurso ajeno.

Precisión, malicia, convicción, sabor, humor, picaresca, emotividad, intriga, actualidad, sarcasmo fino, interés técnico o político son, en conjunto o por separado, algunas de las cartas de la buena conversación, que domina y moldea a su acomodo el que incurre acertadamente en ella. En un nivel similar de importancia a lo atrás esbozado, es también valioso cierta integridad anatómico-fisiológica y presencial por parte del expositor; ya sabemos lo que inoportunan ciertos defectos del aparato fonador o ciertos timbres equívocos de la voz o algunos olores impenitentes e incluso algunos tics desesperantes.

El buen conversador es coherente. Puede ser buen mentiroso, incluso ser buen imitador. Maneja bien la ironía y conoce o descubre los puntos que motivan al compañero y los explota. Utiliza bien los silencios y las pausas para renovarse o dar un viraje a su temática. Usa el chiste rápido y adecuado como recurso práctico de escape ante ciertas situaciones difíciles o comprometedoras. No necesariamente es parlanchín o bufón, suele respetar susceptibilidades y no acostumbra suscitar actitudes de conflicto entre su grupo.

En síntesis, reivindica el don de la conversación como algo inmanente a la especie humana y exclusivo (???) de ella. Restablece su utilidad en el campo de la comunicación; revitaliza y devuelve la fe en las relaciones sociales; promueve el entendimiento mutuo, lima asperezas, estimula la curiosidad, fomenta el conocimiento y replantea los lazos de unión entre los hombres.

Hay que ver lo que es sentarse a plantear un mundo de naderías, sin ningún tipo de pretensión definible, al calor de unos afectos tapizados de palabras vigorosas y sentidas. Definitivamente hay que recuperar para el hombre el sublime placer de la buena conversación. Así ganaremos más y mejores conversadores y en consecuencia necesitaremos, (lo siento por ellos), menos psicoanalistas.

Fuente: Emilio Alberto Restrepo Baena, Colombiano

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