EL SINDROME PARACHOQUES

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Una vez llegados a la treintena, al asentamiento de la edad adulta, al "tercer piso", a la madurez de la edad media, nos ataca en todo su furor el Sindrome Parachoques.

La finalización de los estudios profesionales, la inmersión total en el proceso de producción, la constitución de la familia, la llegada de los hijos, el afán obscesivo por adquirir bienes de consumo que patenticen el exito, la instalación definitiva de responsabilidades impostergables.



En resumen, la confluencia de todas esas y otras variables modifican definitivamente la naturaleza del individuo, le suprimen la espontanidad y le castran un poco la capacidad de improvisar; ya se siente coartado para asumir riesgos y no se frontan retos nuevos con entusiasmo, pues existe el permanente temor a exponerse, a sacrificar una de las mayores camisas de fuerza que caracterizan esta época: la estabilidad y el equilibrio.

En esta edad se imponen la corbata, el cumplimiento estricto de los horarios, la dependencia de la norma, el dominio supremo de la agenda como marcador inflexible de la rutina, las cuentas por pagar a final de mes que nos recuerdan nuestra dependencia del crédito como única posibilidad de la clase media de ratificarse y afianzarse en la posesión de los estigmas consumistas, los jefes, las secretarias, las reuniones en los colegios de los niños y los múltiples cursos en que los inscribimos, los trancones del tráfico urbano, y un largo etcétera que nos reitera nuestra pertenencia a ese grueso cordón de la población en la franja media de su existencia.

Y si hace quince años nos reíamos de la vida y de la cotidianidad de Lorenzo Parachoques, hoy necesariamente nos vemos dibujados en él y reproducimos día a día las características que lo hacen tan célebre y de tanta ascendencia en sus miles de lectores: Un trabajo reiterativo y demandante con pocos estímulos de ascenso, un jefe hosco y gruñon que entiende de una forma muy personal las leyes de la plusvalía en el capitalismo salvaje, una esposa abnegada y metódica que hace milagros con la rutina y la quincena, los hijos adolescentes y su carga de angustias y exigencias, los vecinos arribistas y solidarios,las siestas interminables, el sofá como último reducto de libertad y cómplice leal de sus necesidades de silencio, descanso y amor por sí mismo.

Los bestiales empareados como escape creativo y lúdico a su ansiedad, su afición a los oficios manuales donde nada sale bien pero se mata de buena forma el tiempo, la monotonía y esa velada sospecha de estar llevando una existencia mediocre y poco ingeniosa, las cuentas de la tienda y del alquiler, el auto compartido para ahorrar dinero, la proverbial impuntualidad o mejor, las prisas y los afanes desesperantes por tratar de estar a tiempo cumpliendo con las obligaciones; en fin, un poco de todo lo que a diario somos y sentimos y que jamás en nuestros años mozos de quimeras, ideales, sueños y desenfado ni siquiera imaginamos.

Al cabo de estos años comienzan lacras muy propias y para desgracia bastante comunes: La úlcera, el insomnio, la indigestión, los problemas cardíacos. Se disminuye la tolerancia al ejercicio(cada vez menos frecuente). Ya no se aguantan los trasnochos y las resacas son cada vez más feroces. El pelo se cae a mechones, las encías duelen. Con cada vez mayor frecuencia se dan episodios de impotencia sexual, de inapetencia a todo nivel, de dolor de espalda. La cintura sacrifica su esbelta figura por unos antiestéticos e incontrolables depósitos de grasa conocidos como "llantas". Se lee menos, se goza menos, se tienen más miedos.

Hay en cada uno de nosotros un severo técnico de fútbol, un profundo analista político y un frustrado tenorio. Se empieza a hablar en un insufrible tono pontificial, muchas veces sin sustentación válida y con argumentos muchas veces prejuiciados, subjetivos y superficiales, cuando no empalagosos.

Cada uno es un potencial asesino al conducir, al enfrentar filas, tacos y colas o al asumir las obligatorias gestiones ante imperturbables burócratas de mente miope, mediocre y estrecha o ante funcionarios públicos que con su abierta indolencia le manifiestan al sufrido contribuyente todo su desprecio, mientras le recuerdan su condición de gusano miserable que tiene que rendirse ante su inoperancia y su caracter de vil tiranuelo.

Esos años treinta son duros. (Recuerde el libro "Las crisis de la edad adulta") El libreto es estricto y las presiones fuertes y constantes. El nivel de exigencia alto y bastante sacrificada la capacidad de apropiarse del sentido del placer. No se tiene la libertad, la creatividad y la fuerza de la adolescencia, ni tampoco la estabilidad, la tranquilidad y sociego de una tercera edad bien administrada. Las demandas del presente en pos del mañana, sacrifican el disfrute cotidiano, la valoración del detalle, la sutileza del instante.

Por eso, en un soplo imperceptible, los hijos crecen y se van, los contemporáneos mueren, la salud se deteriora y uno no alcanza a darse cuenta de cómo y cuándo ocurrió todo eso. El tiempo transcurre rápido y el cuerpo y la mente se hacen lentos.

Es por esto que cuando se sale de las manos el manejo de una situación que requiere un equilibrio preciso, se cae en infiernos como el alcoholismo, la drogadicción (Más graves y adictivos que en otras edades), la trabajoadicción, las depresiones, la infidelidad consetudinaria, el mal genio crónico, la intolerancia, la apatía, la anhedonia, la desmotivación.

En fin, toca asumir la treintena con todos sus achaques y arandelas. No hay forma, estando vivos y siendo ciudadanos de clase media, de hacerle el quite. Hay que aprender como Lorenzo Parachoques a rescatar la importancia del sofá, de los sánduches descomunales, del billar, de los bolos, por encima de todo lo otro que lo presiona, pero sin descuidarlo, pues hace parte de su obligación existencial.
Quizás en ello radique la clave de su conservación y lozanía. Observe Usted que en los últimos treinta años no ha envejecido ni se ha ganado una sola arruga, ni una sola cana. Tampoco ha podido conseguir casa propia ni muchacha del servicio, pero no todo puede ser perfecto.

Fuente: Emilio Alberto Restrepo Baena

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