En busca del superhombre

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El hombre nunca se ha resignado a su condición de ser normal, sujeto pasivo a merced de las voluntades del destino. Siempre ha tratado de manipular la suerte, la fuerza, el poder, las enfermedades, valiéndose de todos los medios a su alcance, divinos o humanos, mágicos o racionales, lícitos o ilegales que le permitan poner a su disposición las fuerzas de la naturaleza.

Nos llama la atención que en nuestra comunidad desde que tenemos conciencia, siempre alguien es poseedor de un secreto que lo hace distinto, poderoso e invulnerable. Siempre es el referente y alimenta poderosamente la tradición oral de nuestra cultura.


Entrando en materia, recordamos al individuo fortachón, ganador absoluto de todas las peleas, invencible en la confrontación física. Es el poseedor de “la piedra de Ara”, amuleto contundente que garantiza la fuerza descomunal. El afortunado se proveía de ella, robando del altar de las iglesias o de las pilas bautismales una pequeña esquirla de mármol adquirida subrepticiamente un viernes Santo o un día de Corpus Cristi. Luego se abría en la cara palmar de la muñeca de su brazo dominante una incisión en forma de cruz, sin anestesia y allí se incrustaba el pequeño objeto, suturándose él mismo con un cabello largo de mujer virgen, o de monja, o de cadáver de niño.

Esto garantizaba una pegada mortal en su puño, un demoledor y contundente golpe con su brazo cual coz de bestia, feroz y destructora molicie de concreto en su extremidad. Eran individuos pendencieros que acababan con cantinas, destrozaban quijadas, ganaban siempre el mano a mano del varonil juego de pulsar con otro en una mesa. Provocaban tantas desfiguraciones y estragos que al resto de los mortales nos convencían que tenían “la mano multada”, que la ley los tatuaba con un signo de prohibido, que no podían ni siquiera empujar a alguien so pena de ir inmediatamente a prisión. Eran el temor, la envidia y la admiración de todos los endebles y debiluchos mortales que los mirábamos desde nuestra orilla de alfeñiques.

Otra estrategia para hacerse de un amuleto similar era “la piedra del gallinazo”. Consistía en, vaya a saber cómo, atrapar un gallinazo macho, amarrarlo de un árbol de guayabo o de araucaria, negarle toda comida y bebida por varios días al cabo de los cuales, el negro avechucho derrotado, indigno, doblegado, vomitaba de su estómago la codiciada piedra. Esto le confería al verdugo una potencia física similar al poseedor de la venerada “piedra de Ara”, moderno hércules, destructor y avasallante titán.

En las zonas selváticas o montunas, era importante tener “la contra” para las culebras. Para proveerse de ella, era menester acechar en los bebederos, en los charcos, en las grandes piedras de la orilla de los riachuelos, para predecir la rutina de las serpientes cuando acosadas por la sed llegaban a beber a ciertas horas fijas. Antes de hacerlo, depositaban una piedrita que extraían de su entraña, y relajadas entraban al agua, en ese momento el interesado cogía la bolita y echaba a correr contra corriente del río, para evitar ser alcanzado por la engañada rastrera, y morir en un rabioso ataque del crótalo.

Si el intruso llegaba victorioso al pueblo, contaba de por vida con un eficaz antídoto contra éstos animales, los cuales, al solo olerlo, lo rehuían con temor. Si alguno se interponía, nuestro héroe solo tenía que invocar las palabras mágicas para ser respetado: “culebra correcaminos / que no me dejas pasar / mira que tengo la contra / de la serpiente coral.”.

Estos personajes, gracias a tan preciado amuleto, eran los mejores cazadores de tigre y de danta, los más eficaces colonos, los más osados aserradores de monte, los más efectivos para la curación de mordeduras en la selva. Otra manera de conseguir el respeto de las culebras era preparar una pócima de grasa de elefante, raspadura de casco de caballo, de casco de vaca y de cachos de venado, se aplicaban en las botas del colono antes de adentrarse en la espesura y así, los reptiles repelían temerosos al caminante, por el miedo ancestral que le tenían a dichos cuadrúpedos.

El cúlmen del poder mágico, no solo para la fuerza física, sino para el poder económico, y político, para seducir mujeres y para dominar el arte del juego, era lograr un efectivo pacto con el demonio. La forma más expedita para conseguirlo era ir el viernes Santo a media noche, con un gato negro vivo, robado la víspera, a lo más oscuro y profundo del bosque más cercano.

Allí desde esa tarde se tenía preparada una gran olla, mejor si era sustraída de una casa cural, un convento o una sacristía, con agua hirviendo al fuego lento de leña de avellana, o de bancas de iglesia. El gato se echaba vivo a la olla. Cuando estuviera completamente deshecho, el iniciado metía la mano con la seguridad de que no se quemaría, y empezaba a sacar hueso por hueso invocando a Satán y preguntando en voz alta si ese hueso era el indicado o no. Cuando lograba coger el que le serviría como talismán, una voz de ultratumba en medio de un fuerte olor a azufre le respondería que sí, que ese era.

Empezaba una descarga eléctrica de truenos y rayos y el aspirante tenía que correr como un poseído, monte abajo, sin detenerse a pensar o a cuidarse de ramas lacerantes o abismos. Si era atrapado por la horda de demonios que lo perseguían, iba derecho al infierno en medio de terribles flagelos y profiriendo angustiantes alaridos de dolor y terror. Si lograba llegar a la meta, usualmente el cementerio a la salida del pueblo, luego de tocar una a una las tres cruces al revés que previamente el interesado había colocado, se consideraba triunfador y contaba de por vida con el poder absoluto del hueso maldito para lograr todos sus propósitos en la vida. Al morirse, iba derecho a ocupar un lugar privilegiado en el oscuro reino de Belcebú.

Para aumentar el tamaño del miembro masculino, se estilaba una poción que se frotaba en el apéndice viril del poco privilegiado aspirante a semental. Era la combinación de casco de burro joven, con raspadura de cuerno de rinoceronte, con criadillas de toro de casta, mezclado todo con grasa o infundia de gallo viejo. Al que no le agrandaba el tamaño, por lo menos le aumentaba la potencia o le prorrogaba la función del aguante en las artes amatorias.

Si alguien estaba lleno de verrugas en su cuerpo, la solución era contarlas cuidadosamente, buscar igual número de ellas en piedritas blancas de río, meterlas en una bolsita hecha con hábito de muerto o de monje y en un acto de fe tirarlas con la mano dominante por encima del hombro opuesto, sin mirar hacia atrás. Esta era la cura definitiva para tan molesto mal. El desafortunado que encontrara la bolsa por azar, de inmediato se llenaba de tan repugnante granazón.

En los pueblos los mejores para desterrar brujas y duendes eran los que tenían el cordón de San Francisco, que era el lazo que los frailes usaban a manera de cinturón. Si alguien tenía el don, si se sabía las oraciones adecuadas y si había logrado robarle a un monje (tamaña hazaña) dicho lazo, no había hechicero por hábil que fuera que se resistiera a su poder.

Si persistía en su empeño, la peor indignidad era quedar amordazado por el “cordón de San Francisco”, pues lo encontraban en la casa de la víctima que estaba acosando, amordazado, desnudo, tiritando de frío y de humillación, expuestas sus mañas al escarnio público. Usualmente tenían que abandonar el villorio para no volver jamás.

Para atrapar al hombre deseado, las mujeres poco agraciadas y víctimas de los desaires del indiferente tenorio, hacían la forma de aplicarle en sus comidas o bebidas toda suerte de brebajes que lo enloquecían de amor y lo rendían a sus pies. Entre, muchísimas, la más socorrida era la “juagadura de calzones” que contenía un extracto de “agua de las tres cañadas”, infalible al momento de la conquista forzosa. Era extraído de lo que quedaba luego de lavar en agua sin jabón, la ropa interior sin quitársela durante los días de luna llena de la mujer interesada y que tuviera la menstruación.

Además de eso, se utilizaba todo tipo de perfumes, rezos, pócimas, fotos iluminadas o clavadas con alfiler para doblegar la voluntad del macho esquivo.

En nuestros pueblos también es bastante frecuente encontrar al personaje que tiene el poder de la sanación mediante rezos, capacidad transmitida directamente por alguien que tenga el don; así mismo, hay quienes contienen hemorragias profusas con solo pasar su mano sobre la zona sangrante y esbozar en secreto una oración, o componer fracturas o esguinces de personas o animales. Por el contrario, hay gente que tiene “mirada enconosa”, que con sólo mirar una herida, la infectan; una variante de este aspecto son las personas que tienen la capacidad, adquirida en virtud a maleficios o por ser envidiosas y coléricas, de empeorar a los enfermos o enfermar a los niños sanos o a las maternas jóvenes y bien casadas. Son las que aplican el “mal de ojo”, temibles especímenes de nuestra fauna pueblerina.

Hay, además, quien domina los perros rabiosos con su mirada poderosa, quien doma con facilidad los caballos briosos y quien domina hasta “embobar” a los animales que atacan con furia a los vecinos. Todas estas personas tienen estos poderes adquiridos en pactos secretos y misteriosos que les confieren la capacidad de manipular a la naturaleza.

No contento el ser humano con estar a merced de la suerte que la vida diaria le depare, siempre buscará la forma de apropiarse de los recursos, al costo que sea, para alterar los designios del destino.

Fuente: Emilio Alberto Restrepo Baena

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