El rostro iluminado

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Un refrán castellano asegura que el rostro es el espejo del alma. Cada rostro es reflejo de la mirada de otro rostro. En la mirada llevamos los ojos que nos miran. Somos, en parte, manifestación de nuestras relaciones.

Hay rostros que reflejan violencia, maldad, ira, tristeza, desesperanza, angustia. Hay otros que, por el contrario, emiten luz, sonrisa, transparencia, sinceridad…


Moisés subió al monte Sinaí, y por haber estado en contacto con Dios, su rostro resplandecía al bajar. Jesús se transfiguró cuando subió al monte alto para orar con sus discípulos. Esteban, momentos antes de morir, al ver el cielo, tenía el rostro parecido al de un ángel.

Llevamos en nuestro semblante la semejanza divina, porque somos mirados constantemente por Dios. Quien conserva la memoria de saberse en la presencia de su Creador, goza de la certeza de la luz que le envuelve y le ilumina toda la realidad.

Nuestros rostros se entristecen, pierden la luz de sus ojos, oscurecen la mirada cuando nos desviamos de la mirada divina y olvidamos la relación con quien está permanentemente esperándonos.

Tenemos la posibilidad de mostrar la mayor belleza si fijamos nuestros ojos en el amor divino. Al sentirnos amados, reflejamos la fascinante mirada, llena de ternura, de paz, de brillo y claridad interior.

Los amigos de Jesús reflejan en sus vidas la luz que les infunde quien es la Luz, la Vida, la Resurrección. Al permanecer en la contemplación del rostro de Dios revelado en Cristo, se convierten en hospitalidad, consejo, oración, alegría para muchos.

Quien se siente mirado por Jesús cambia de vida. Y guardando en su corazón el secreto de la experiencia amorosa, su rostro reflejará la dulzura que anida en sus entrañas.

Los discípulos de Jesús comprendieron la fuerza de la mirada y al paralítico de la puerta del templo le transmitieron la fuerza de Jesús.

Ángel Moreno Sancho
Sacerdote Diocesano de la Diócesis Sigüenza-Guadalajara

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